Nunca fueron muchos, y los pocos que se distribuían por el mundo eran venerados por pueblos y tribus. Más allá de las altas cumbres, en el Valle de Nuncajamás vivía el último ejemplar del árbol de la utopía. Nunca fueron muchos, y los pocos que se distribuían por el mundo eran venerados por pueblos y tribus. El árbol de la utopía estaba siempre cuajado de los más diversos frutos, así en el extremo apical de su copa crecían las sámaras de la paz, que gracias a su confeccionada ala pretendían expndirse con un vuelo ánico por todos los confines del planeta. De las ramas medias colgaban los siconos y balaustas de la Ciencia y de la verdad. Y en la parte basal drupas y bayas rojas que ofrecían el fluir de una vida saludable.
Entremezclados entre sus hojas, de las más diferentes formas, podían verse hesperidios surgidos del fragante azahar de la grata memoria, pomos que gratificaban el paladar para erradicar el hambre, sorosis para implantar la unidad, regmas para para dotar de un mismo tiempo a todos, cinorrodones para gratificar con la belleza de sus rosas a lo grotesco, enriquecedoras legumbres de la igualdad o cariópsides para abundar en la inteligente solidaridad. Todo esto y más era capaz de proporcionar el árbol de la utopía.
Pero hubo un día en que un grupo de desaprensivos se sumergió en el denso bosque del Valle de Nuncajamás hasta encontrar aquel último ejemplar. Provistos de la maquinaria necesario lo arrancaron para llevarlo hasta la metrópolis y allí lo trasplantaron en el centro de una rotonda. El árbol de la utopía estaba estresado y no tuvo más remedio durante el duro viaje que abandonar a muchos de sus frutos en su quebranto.
La rotonda iba a ser inaugurada por un prócer de la ciudad y quisieron honrarlo con la presencia de tan insigne ejemplar. Acabada la ceremonia un grupo de operarios, motosierra en ristre, no dudaron por un momento en talar tan magno árbol. Había que liberar el espacio para no confundir a los conductores que en su giro pudieran despistarse, y en su lugar plantar el costoso césped.
Como bien afirma el culto Lillo la tradición urbana de los árboles de quita y pon es la más clara evidencia de los pueblos que carecen de la cultura del árbol. Todos los árboles son hoy de la especie utopía porque sin ellos no cabe un mundo mejor.